domingo, 16 de marzo de 2008

Viaje


Estaba afuera del aeropuerto esperando a que me pasaran a buscar, cuando vi que venía un auto negro grande y dentro de él estaban el conductor, Víctor y Pablo, mis dos amigos. No los veía hace tiempo, y fue un agrado enorme verlos. Partimos, y a medida que avanzábamos me comencé a dar cuenta que estaba en París, ¡en París!. Era una sensación increíble, donde se respiraba una irrealidad propia de una caricatura, pero ahí estaba, en la ciudad de la luz.

Sin embargo, seguía sin saber donde ibamos. Mis amigos comentaban algo acerca de que ellos tampoco sabían; me preguntaban donde me iba a quedar y yo les preguntaba si acaso no me iba a quedar con ellos. El chofer era el único que sabía hacia donde avanzábamos y, tras pasar por un paso sobrenivel muy angosto y sin barreras, llegamos a una casa que se veía muy oscura y destruida. Yo miré con cara de desprecio, preguntándome si realmente me tenía que quedar allí. Avanzamos, y tras la horrible fachada se abría a nuestra vista un verdadero palacio, con tanta luz que nos hacía olvidar que era de noche. Dentro había una gran fiesta con muchos franceses en plan artista-refinado, donde sonaba una música muy relajada. Coronaba toda la imagen una escalera hermosa en forma de caracol, hacia la cual me sentí atraído de inmediato; una vez que llegué allí, con mucha incredulidad, la vi a ella: mi madre, vestida con un sweter rojo con cuello y con su pelo negro y corto. Ella irradiaba felicidad, estaba más bella de lo que nunca la había visto, y cuando la abracé y dejé fluir las emociones entendí qué estaba haciendo yo en Francia.

Y, como es obvio en estas situaciones, desperté para decirme "¿qué fue eso?" y seguí durmiendo, pero no pude recuperar la imagen.

1 comentario:

Pablo Moya Fuentes dijo...

mmm, lindo sueño.
Aunque siempre es un poco frustrante despertar en esos casos.